Mostrando las entradas con la etiqueta Conjeturas en una tarde de copiosa lluvia. Mostrar todas las entradas
Mostrando las entradas con la etiqueta Conjeturas en una tarde de copiosa lluvia. Mostrar todas las entradas

jueves, 12 de agosto de 2021

Conjeturas en una tarde de copiosa lluvia

 

Conjeturas en una tarde de copiosa lluvia

 

Suponiendo

que Van Gogh hubiera muerto

sin tener un hermano leguleyo

y una ambiciosa cuñada con contactos;

que los girasoles nos recordaran el campo

y no una tela bien pintada en otro siglo;

que Arlés y  Montmajour

estuvieran a la vuelta de mi calle

y fuera verano y puesta de sol

en  nuestro corazón de vacaciones.

 

Sospechando

que el recostado señor

entre valles de paja y azulinos,

a la hora de la siesta,

es mi vecino, el vago de la esquina

que no suele ducharse por las noches,

ni darse algún buen baño de sales

cada tanto,

y la mujer, su humilde servidora,

con un pañuelo blanco,

resignada a los vómitos y ausencias

vela por él,

apoyando en su pecho la cabeza.

 

Presintiendo

que la nostalgia no viste su apellido

y ha esquilado los nombres por completo

mientras vuelve a girar la rueca de un molino

y una vaca a lo lejos,

salpica sangre en crueles mataderos.

 

Conjeturemos

que la tierra y el cielo del dorado

pincel con que decoran los museos

es una brocha gorda y desgastada

que pinta las paredes de un hospicio

de un cuarto con goteras

en el Sur de Francia en el que me abismo.

 

Es cierto que

que no fumo, no tomo,

no consumo

sustancias permitidas ni prohibidas,

y subo a taxis y autobuses,

con la tibia rutina de escribiente

y estas tercas imágenes persiguen

mi día de planicies ordinarias.

 

Ser sobrio es un problema verdadero,

tonto emblema,

que aparenta negar la poesía,

el sexo sin motivo, las venganzas,

la pasión del amor desenfrenado,

las milicias de guerra,

los flamantes exilios interiores

que estila todo vate que se digne.

 

Cavilemos

por temor al silencio de la muerte,

que solo se mastica con palabras,

que tumbados ante el espejo

conocemos a Vincent y su obra.

El pobre anda quejoso de un oído,

le supuran las rabias,

los idilios truncados,

el violín que le zumba en la sordera

lleva años de húmedas estancias,

y nos sentamos ante sus pinturas,

atónitos y boquiabiertos,

como si fuera el séptimo día de la Creación

y no existieran críticos que bendijeron la tela

para subir el precio en el mercado de arte

que carece de mitos y los funda.

 

Admitamos

que podemos decirle “Me gusta”

desde adentro, como conocidos antiguos,

a través de una nube inalámbrica

y Van Gogh  nos sonriera con su vieja juventud que

no alcanza los cuarenta.

¿Sería nuestro cuerpo el instrumento

que haría tolerable la inquietud del deceso del artista?

 

No lo sé, pero pienso mucho en esto

porque desde que comencé a escribir este poema

no cesa de llover en Crucecita

por cada relámpago truena

y es un golpe mortal para las chapas

de casillas de barrios de emergencia,

asentamientos indisimulados

que son las cuerdas rotas de esta época

de frívolos orgullos

y promiscuas miserias detonadas.

 

El agua que ha caído, espesa y dolorosa,

me recuerda otros cuadros, otros tiempos,

en los que veíamos llover por los cristales,

abrazados en tibias contorsiones,

riéndonos del plan de los maestros,

fundiendo la saliva enamorada

y nada era importante

excepto el rozamiento de las pieles.

 

Olvidemos

que hoy nuestras señales

patinan en el piso endemoniado

y una lumbre de niebla lastimera

dilata  la distancia.

 

Suponer, olvidar, vivir, conjeturar,

resbalarse, perder, cavilar , morir:

los juegos que propone el alfabeto.