Dicha amorosa
Abrió sus ojos grandes con mirada extrañada.
No supo bien si la veía
en plena madurez o como niña.
Lo embriagaba esa edénica figura
que al cielo lo portaba.
Ella estaba tan cerca que podía
oler su dulce aliento y su perfume
a bergamota, incienso,
cardamomo, pachuli y olivar.
Llevaba tanto tiempo de inventarla
sin saber si era rubia o si morena;
sin poder conquistar
la llave del voluble paraíso,
las playas con arenas esmeraldas.
La sonrisa tan suya, la que nadie imitaba
lucía entre la gente,
como un irresistible estratagema
que al ardor lo incitaba,
con fervor descosido en hemorragias!
No pudo articular una palabra,
ni quiso asegurarse la hermosura
de cálida novicia ni madre mecedora.
Su embrionaria sapiencia melancólica,
derrotas le auguraba.
Y, de alguna manera,
negación y aflicciones de crujiente zozobra.
Jamás firmó contrato con el arte
del acceso carnal,
sin tener que pagar por los servicios
de sexual compañía lapidaria.
La daga que carcome la belleza
procura en la rutina alianza ingenua.
Total, para qué, si está la muerte,
aguardando impaciente la sentencia,
en un oculto rincón despanzurrada.
Desde entonces, su vida es un calvario.
No ha vuelto a amar a nadie como aquella
a quien alguna vez y tantas veces,
llorara amargamente, hasta las lágrimas.