Más pequeña y más
grande que un átomo
Más pequeña y más grande que un átomo
es la tristeza intangible.
No cabe tanta desolada pena
en un frágil corazón herido
de mortal soledad indefinida.
Atravesar la puerta de la casa
y verse solo,
rodeado de espectros fantasmales,
contraría la gracia de la noche
que promete tropiezos seductores
con carabelas que el mar ha naufragado
en islas de reputación dudosa
entre mareas de alcohol y pestilencia.
Mirar a cada rato
la pantalla del teléfono móvil,
que hemos convenido en llamar celular,
porque cada mensaje a recibir
formará parte de la epidermis afectiva,
sutil canción de cuna que arrulle nuestros sueños,
y decepcionarnos,
como si no supiéramos de entrada
del abuso de spam publicitario
que va a burlarse de
nosotros.
Encender el televisor como un ritual inútil
y apagarlo,
buscando cualquier cosa
que espere en el refrigerador el momento adecuado
de ser servida en la mesa.
Ir cocinando
la comida menos aconsejable del día
en tanto que extendemos la cama que dejamos desecha
antes de salir apurados al trabajo.
Cenar, por fin, a solas con la ausencia,
que crece cual una sombra bien alimentada.
Y después de leer algunas páginas
del libro más tedioso de la historia
de la literatura contemporánea,
otra vez a irse a dormir con la seguridad
de que este no ha sido el peor día de nuestra vida,
que nos queda mañana por delante,
si logramos sobrevivir la aturdida pérdida
del abandonado
a la deriva de Dios y su ironía.
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